
El alma de cualquier bodega está en su materia prima y ésta la traen los viticultores. Y los viticultores lanzaroteños son MUY ESPECIALES. En primer lugar, porque la mayoría no se dedica en exclusiva a la uva. Imagínate la isla hace 50 ó 60 años: piedra, arena, mar y poco más. Ni rastro de los hoteles, restaurantes y tiendas que franquean los paseos marítimos (otrora inexistentes), ni de las hordas de turistas que invaden las playas. Los lugareños vivían modestamente de aquello que les daba la tierra: papas, batatas, millo, UVA… Cuenta mi amigo Richard, conejero de Masdache y experto en el campo, que de su infancia recuerda que se plantaba todo lo que se podía, hasta las orillas de los caminos. En esa época, era costumbre que los padres entregaran a sus hijos tierras, una vez casados, para favorecer su independencia económica. Todo muy sostenible. Y entonces, ya en los 80, llegó EL TURISMO. Fue progresivo, pero poco a poco muchos agricultores fueron cambiando la dura vida del campo por trabajos en hostelería o restauración. Mucho más cómodo atender guiris al fresco en una recepción, que machacarse al viento y bajo el sol en el campo, ¿no te parece? Más cómodo, y sobre todo más estable económicamente, porque te recuerdo, querida amiga, que las cosechas en esta isla son variables y con el campo uno nunca sabe si habrá beneficio o no.
El caso es que muchos y muchas decidieron cambiar de ocupación, pero la familias conejeras aman sus tradiciones, de modo que siguieron cultivando uvas y elaborando el vino en casa. Aún hoy, si te das un paseo por Tiagua o Muñique, por ejemplo, se pueden ver numerosas prensas de viga saliendo de los lagares de las casas. En años buenos, cuando venden la cosecha se quedan con una parte para hacer su propio vino; en años malos, si la cosecha es muy muy escasa, muchos productores se la quedan toda para el consumo de la familia. Pero volvamos un poco atrás; esos tatarabuelos que tenían tierras más o menos grandes, fueron dividiéndolas entre sus hijos, y con el paso de los años y las generaciones, lo que nos encontramos en el campo, casi siempre, son un montón de pequeñas parcelas que suele cuidar una sola persona (el abuelo por regla general) con ayuda de su familia. ¿Y qué significa esto desde el punto de vista de la bodega? Pues que le entran muchas pequeñas cantidades de uva de un montón de gente diferente. Te pongo un ejemplo: en 2018, la vendimia más grande que he vivido (nos entraron unos 800.000kg de uva, casi toda ajena) en Vega de Yuco recibimos uva de más de 300 viticultores, de los cuales algunos traían 100kg y otros 40.000. Para volverse loca, vamos, porque resulta que la maduración de la uva no es el único factor a tener en cuenta, sino que se dan una serie de condicionantes que poco o nada tienen que ver con el campo o con el vino, sino con la vida laboral y personal de los viticultores (y viticultoras, oiga, que en esta isla hay muchísimas y de todas las edades). Por ejemplo, las celebraciones familiares (bautizos, bodas, cumpleaños…), las vacaciones o días libres del trabajo habitual… Por supuesto, los fines de semana son los preferidos de aquellos que dependen de la familia para vendimiar, porque es el momento en el que casi todos los miembros tienen disponibilidad; de manera que durante casi toda la vendimia, las bodegas se convierten en un hormiguero de abuelos, hijos y nietos en ropa de trabajo, desde bien temprano hasta la tarde, 7 días a la semana.
Y llegados a este punto es cuando te cuento mis sensaciones, aquello que, como espectadora más que como participante, me maravilla de esta época del año: el olor a uva, los corrillos de viticultores que se echan un vino mientras esperan su turno en la pesa; las abuelas con sus sombreras, que pasan por la oficina a saludar y dejarnos un bizcochón; el teléfono sonando sin parar y mi eterna respuesta (que es también una pregunta) a los viticultores que llaman pidiendo fecha para la recogida: «¿cómo tiene usted la uvita?» y el coro de risas de mis compañeras por lo bajini, al oírme; las idas y venidas de la oficina a la bodega bajo el sol de agosto, y el gustazo de corretear entre los depósitos, al fresco, sorteando las mangueras, siempre buscando a alguien para darle un recado urgente. Pero sobre todo, LO QUE MÁS, escuchar a todos los que vienen a traer la uva hablar del tiempo que hemos tenido este año, del cambio climático, de sus reúmas, sus nietos, y verlos entrar orgullosos racimo en mano, enseñándote su uva como quien enseña un hijo. Eso, amiga, no es sólo economía. Se llama AMOR POR LA TIERRA, y aquí todavía existe.
Volviendo a lo prosaico del tema, la uva llega en cajas de unos 20kg cada una, a veces en camiones, normalmente en furgonetas. El personal de bodega la descarga, la pesa y la etiqueta con el nombre del viticultor en cuestión (que tiene que estar registrado en la DO, para que no haya tongo). La uva llega medio templada, si no caliente, porque te recuerdo que está en un hoyo negro de piedra al sol del verano isleño, así que para que no se pasifique y pierda frescura, una vez pesada se pasa a la cámara frigorífica, donde permanecerá a espera de ser prensada el día siguiente, bien temprano para dejar sitio a la nueva uva. Y así, cada día durante un mes, se va prensando la uva y se va haciendo el vino del año. Pero eso, querida amiga, es otra historia…..